Analítica de la subjetividad colectiva

Lo que hay es mucha institutriz, pero poco profesor.

Actualización (9:57 de la mañana)

Como alguien me dijo: «Supongo que lo quieren como una especie de atracción turística. Y eso es una vergüenza.Un escritor es un escritor, y no una estación de tren o un restaurante típico de cochinillo asado y de postre tocinillos de cielo hechos por la abuelita Facunda.»

Una provincia por ti amada

Me entero del fallecimiento de José Luis Borau muy tarde el viernes, cuando ya es sábado pero aún nos resistimos a cambiar el día porque no hemos dormido. Borau era un cineasta que estaba allí, que había estado siempre, con una carrera que suponíamos asentada aunque sus mejores años no los habíamos llegado a conocer.

El sábado por la noche en la televisión volvieron a  poner Tata mía, una buena película sobre el pasado, sobre esa entelequia que han dado en llamar la memoria histórica. La película está dirigida en 1986 y eso la distingue de muchas de las últimas que se han hecho sobre el tema. Para empezar es original y poco debe a la marea de las última década, con sus personajes planos y sus blandos guiones de los que ya conoces las peripecias antes de que ocurran, así como a sus personajes, planos, representación cada uno de ellos de una virtud o sobre todo de una maldad bien definida, con el loable propósito, debían de pensar guionista y director, de evitar que los espectadores se confundieran o no fueran capaces de entender la enseñanza si los personajes eran demasiado complejos.

No era así en Tata mía. Tampoco hay esas reflexiones lánguida, líquidas, ahogadas por la ignorancia en historia de quienes han escrito el guión sobre el país, las personas o tutti quanti. En Tata mía, la protagonista vuelve a su casa después de muchos años de ausencia. Vuelve a la casa familiar, sita frente al Retiro madrileño, la casa de quienes tienen fortuna y colaboraron con el golpe de estado del 36, aunque luego se distanciaran del dictador. No hay elaboraciones teóricas ni sobre clases sociales. Es solo la historia de dos personas, principalmente, que vuelven a encontrarse después de muchos años, y deciden regresar a la infancia, a la tienda de campaña, al mecano, a todo aquello que dejaron en suspenso, porque ellos dos  han vivido en suspenso esos últimos años. Lo único que les interesa es poner en claro sus asuntos para poder continuar sus vidas adultas. Algo parecido a lo que deberíamos haber hecho como país, y que estuvimos haciendo durante varios años, hasta que todo se torció.

Cartas del pasado

Vamos viviendo, se van sucediendo las mañanas de luz tamizada por la niebla ligera. En los árboles, las hojas van cayendo. De vez en cuando se oye en la lejanía las risas y murmullos alegres de los escolares que salen de clase o están en la hora del recreo. En el despacho rara vez escucho música. Leo, escribo o miro por la ventana mientras el tiempos e alarga hasta el infinito. Las mañanas quizás no suelen ser muy productivas, pero sí al menos cunden.  Pasan las horas, los días, la luz se vuelve blanquecina, casi lechosa, se espesa algo, y a veces parece que le salieran grumos.

Releo esto que escribió años atrás Antonio Tabucchi: “hay personas que esperan cartas desde el pasado, cartas que nos expliquen un tiempo de nuestra vida que nunca entendimos, (…) aquello que entonces se nos escapó” y pienso que va a ser un ejercicio obligatorio para todos nosotros en los próximos años el intento de comprender qué fue lo que falló en la construcción de una sociedad civil responsable.

La intimidad

El suicidio es un acontecimiento resultado de una decisión íntima, y en el que no deberíamos entrometernos. Estados e Iglesias han sentido que tenían la prerrogativa de legislar o sermonear sobre el tema cuando la verdad es que solo la persona puede hacerlo. Suicidio es tirarse por una ventana y lo es también, aunque le cambiemos el nombre por aquello de que no suene tan mal, la eutanasia activa. Tanto si uno toma un veneno como si decide no tomar una medicación, o suspenderla,  a sabiendas de que eso lo llevará a la muerte, es la persona la que decide, la única que puede decidir.

Sobre la muerte, esa frontera última más allá de la cual no podemos ir, sobrevuelan aún demasiadas supersticiones, tabúes y prohibiciones. Gracias al invento de la intimidad – cada vez más asediada – las personas hemos podido ir ganando cotas de libertad y hemos podido decidir sobre nuestra vida y nuestra muerte. Ahora, sin embargo, vuelven a utilizar a los suicidas, algo que siempre ha ocurrido con cierta recurrencia, pero  que ahora ha cobrado una mayor virulencia. Para detener los desahucios y reformar la ley hipotecaria, algunos echan mano de los suicidios. Ignoran, por un lado, que el número de suicidios no ha aumentado significativamente en estos años y que la gran mayoría se suicida por las mismas razones que otros lo hicieron en el pasado. Saben, eso sí, que una portada de periódico en que la noticia principal sea el suicidio (y aquí en cualquier caso prefieren el trazo grueso y la ausencia de matices) les dará mayor presencia pública. El suicida actúa como altavoz independientemente de cuál sea la razón de su suicidio.

Los periódicos han tenido la saludable y piadosa costumbre de no escribir sobre el tema. Aducían el efecto contagio. Hay quien duda de tal efecto. Lo que es indudable es que en un tema tal, la necesidad de informar ha de compaginarse con la de la discreción y el respeto.

Tengo dudas más que fundadas de que esto no va a ser así. La marejada o mar picada de la opinión sobre el suicidio nos va a inundar, muchas veces con la mayor de las violencias que es la ignorancia sobre el tema.

Antes de la lluvia

 

Escucho “Antes de la lluvia”, la versión que grabaron en un teatro de Madrid. Antes de la lluvia o de la tormenta el tiempo se detiene. En realidad es solo una impresión que tenemos. Esperamos el desastre y creemos que el tiempo ya no discurre.

Veo el vídeo y veo a un hombre cincuentón, bien cuidado pero que ya no es sombra de lo que fue en su juventud. Mantiene la pose y el histrionismo, pero la agilidad y la frescura las ha perdido.

 

Agradezco que la gente pierda frescura, esa tonta superstición de la juventud y de quienes se resisten a dejar de ser jóvenes. La frescura en la gente me agobia, en realidad me agrede al igual que los perfumes muy intensos lo hacen. En los adultos ya entrados en años la frescura no se distingue de olores rancios como el de la cebolla que se ha pegado a la piel.

 

El tiempo pasa y el momento previo a la lluvia o a la tormenta suele pasar desapercibido. Solo cuando reflexionamos cargamos a esos segundos, o minutos, quizás incluso días, con un significado que nunca tuvo ni pretendió tenerlo. Antes de la lluvia el tiempo está vacío y solo su paso lo llena a costa de que otras cosas o personas salgan de escena. La vida es eso, unos que entran, otros que salen.

Pedimos a la gente que conserve su frescura y soñamos con las ciudades como las conocimos de pequeños. No queremos que cambien estas, pedimos a las personas que estén en permanente estado de novedad. Y olvidamos que donde estamos es la vida, no un museo o un teatro.

El exibicionismo

Hay en Frankfurt una exposición sobre el exhibicionismo, que, según nos cuentan algunos, ha ganado la partida a la intimidad. Internet, lo digital, el fácil acceso a la difusión masiva de cualquier mensaje ha convertido lo íntimo en algo obsoleto. Antes alguien contaba una historia o hacía una foto de una reunión solo para sus amigos; ahora, por lo visto, la gente publica sus fotos o cuenta algo para que todo el mundo tenga noticia de ello.

Me pregunto hasta qué punto no ha sido eso siempre así, cuánto ha aumentado nuestro exhibicionismo. Supongo que se trata en la mayoría de los casos de cuestión de grados. Pienso en el caso de los escritores. Hay una parte de los escritos que llamamos de no ficción, en espantoso anglicismo, y que deberíamos seguir llamando recuerdos, memorias, artículos, apuntes de la vida, o simplemente diario. Son escritos que no pretenden contar algo inventado aunque haya en algunos casos parte de ficción, por aquello del adorno literario. Hay algunos escritores, las estrellas del espectáculo literario, que les gusta exhibirse sin pudor. Se exhiben a sí mismos y a su familia. Nos cuentan sus detalles más nimios, que ellos logran convertir en íntimos, y así sabemos que a los largo de su vida estuvieron con varios cientos de mujeres en la cama, sabemos de sus esposas, aniñadas, dominantes, maniáticas, etc. Cierto es que Montaigne hablaba de sí mismo; esto era en los inicios de la Modernidad, cuando era necesario construir la subjetividad de la época, centrada en el individuo. Aquí Montaigne, en sus ensayos, fue necesario y útil. No había que mirar fuera de uno mismo, bastaba con indagar en uno mismo para ir conociéndose y conociendo a quienes nos rodean. Lo paradójico – o quizás no tanto – era que junto a ese desnudamiento en público en determinadas esferas, fueron surgiendo lugares vedados para los demás. Construimos una subjetividad abierta a los demás al mismo tiempo que protegíamos algunas zonas. Ahora, empero, los escritores exhibicionistas se desnudan sin pudor o hacen alarde de las prohibiciones que se han saltado. Pasan así de  exponerse como ejemplo de vida, en la cual la desobediencia es asunto ético, a la mera exposición superficial.

Resulta también interesante, al contemplar la exposición de fotografías, que el exhibicionismo se entiende como despliegue del cuerpo desnudo. Hay otros territorios que no queremos tocar. Una película como La lapidación de Saint-Étienne, proyectada en la última Seminci, muestra la intimidad de un anciano. Su vida cotidiana, su aseo diario, su casa – en la que solo entran su hermano y su hija – los miedos de ese anciano, el cuidado que tienen con los excrementos de su cuerpo. Esto, sin embargo, en la sociedad actual está desterrado. Nadie piensa en cuerpos decrépitos, en las sobras que generamos y quedan esparcidas por nuestra casa, ni queremos que nos pongan delante el miedo que una persona tiene ante la muerte o el asco que alguien cercano le provoca.

Nuestras fobias – las que de verdad nos paralizan – forman también parte de nuestra intimidad. Al igual que nuestros miedos, o las derrotas que sentimos. Todo eso conforma lo que Agustín de Hipona llamó intimo interior meo, pero todo eso apenas lo mostramos. Cuando hablamos de exhibición nos quedamos con la sexualidad fresca, juvenil, desinhibida y ocultamos la del anciano decrépito o lo abyecto de nuestras vidas.