De los apocalípticos

Hojeo el libreto que acompaña a la grabación de los cuartetos de cuerda de Anton Webern. El cuarteto es el Neues Leipziger Streichquartett. Las hojas están nuevas, apenas rozadas por las yemas de los dedos. Cuando escucho música no me gusta distraerme con nada más. Pero ahora la música ha acabado y recuerdo el Movimiento lento para cuarteto de cuerda, su estructura parecida a la de la sonata, lo melódico que tiene, y que extraña en Webern, al igual que extraña en otros como Paul Hindemith o Alban Berg. Sin embargo, ahí están, breves e intensos momentos melódicos que hemos escuchado una y otra vez, sin prestarles la atención debida. Extrañan porque nos formamos una idea de algo que no siempre es exacta, una idea que mantiene los trazos generales pero olvida o esconde o silencia los matices.
El cuadernillo, decía, las hojas impresas, las palabras, las fotos de quienes son artistas pero no están acostumbrados a la vida glamurosa y se les nota en el descuido al vestir porque saben y defienden que lo importante no es la imagen sino la música. Son muchas horas las dedicadas al ensayo, a la discusión de cómo interpretar la partitura, muchas horas ganadas en lograr la evanescente perfección que solo unos pocos apreciarán y agradecerán. No es el trabajo bien hecho lo que hoy en día valoramos. Todo es arte y todos somos artistas, nos repiten entusiasmados, engañando a muchos, vendiéndoles morralla al precio de diamantes.
Supongo que alguien conocerá las circunstancias en que Webern compuso ese movimiento y otros cuartetos de cuerda. No fueron años fáciles pero fueron excitantes para quien supiera estimarlos. La mayoría los vivió ahogada por el ambiente provinciano de sus ciudades y solo unos pocos visionarios lograron percatarse de los brotes siniestros que iban dando las semillas plantadas años atrás. Entre ellos Sigmund Freud, pero también algunos novelistas y pintores austriacos. En el auge del Imperio austrohúngaro comenzó a aparecer la podredumbre, aunque no fuera perceptible en aquel entonces. La música dejaba escapar melodías que ya no lo eran, distorsiones que querían señalar la sombra ominosa que flotaba en el horizonte. Nadie lo vio, al igual que nadie vio las nubes que a partir de 1929 se condensaron.
Nadie ve nada porque no es agradable la vista. Hay los ojeadores profesionales que se gozan anunciando y señalando catástrofes. Carecen del arte que alumbró a Juan el Evangelista y yerran siempre. Hay quien, en su callada labor, cual entomólogo, describe las señales que aparecen y su estancia demorada y parasitaria. Pero a estos no los lee casi nadie.

Mañana de lluvia primaveral

Este año la primavera, no la estación sino el tiempo primaveral, se retrasa. Hoy mismo ha estado lloviendo toda la mañana, y serían poco más de las doce cuando ha caído un tromba lo bastante fuerte como para disuadir a cualquiera de que saliera. Desde la ventana veo el día grisáceo pero no puedo saber si hace frío. Llueve y la luz baja matizada por las nubes hasta reflejarse en los charcos, que algún niño aún pisa como antaño. Suena alguna melodía tristona, lenta, interpretada por un cuarteto de cuerdas, formación mínima capaz de desplegar los más asombrosos y brillantes secretos melódicos.

Llueve como supongo que llueve en Escocia, y ello me lleva a pensar que nunca he estado allá. Aunque tenga el convencimiento de que algún día la visitaré, al día de hoy he de conformarme con saber de ella cuando alguien me visita. Así ha sido estos días atrás. Me han visitado, de modo inesperado en gran medida, dos personas a las que hasta ahora no conocía y que viven, respectivamente, en Nottingham y en Edimburgo. No podría explicar las razones por las que me he sentido cómodo con ellos, ni explicar por qué he vuelto a pensar que allí viviría mejor. Con menos luz pero con mayor calidez. Hay un tiempo en la vida en que uno ha de decidir dónde quiere vivir. A mí ese tiempo ya me tocó y elegí sin convencimiento ni ilusión, esta ciudad. Podría haber decidido hacer las maletas, comprarme un billete hacia cualquier otro lugar del mundo y haberme perdido por el mar o por las carreteras. No lo hice y carece de sentido que ahora me queje por ello.

El tiempo pasa irremediablemente y uno, con frecuencia, ha de conformarse con lo que otros nos ofrecen o nos cuentan. Es un conocimiento indirecto, empalidecido, debilitado, que solo los espíritus con una fuerte imaginación pueden aceptar. Los demás son incapaces de extraer ninguna enseñanza porque su carácter en extremo débil no les señala nada.

No puedo explicar las razones pero, mientras llovía esta mañana, se repetía en mi cabeza el verso: “I read much of the night, and go south in the winter.” Mientras escribía he recordado los versos de Borges: «no haber caído, / como otros de mi sangre, / en la batalla», de «ser en la vana noche / el que cuenta las sílabas».

De la vida provinciana

Yo estudié inglés, entre otras razones, para escapar del agobiante provincianismo de una ciudad castellana. Durante nueve o diez meses habitaba, más bien intentaba que el tiempo pasara y nadie se percatara de mi existencia, en una mínima ciudad grisácea suya vida giraba en torno al agro: las vidas unánimes del agricultor y del hombre de ciudad, de la ínfima ciudad regida por códigos estrictos de comportamiento social. (No piensen en una sociedad como la retrató Marcel Proust, ni Honoré de Balzac; si acaso piensen en la degradación de aquella que Josep M. de Sagarra describió con extraordinaria maestría y acidez en Vida privada.) Allá cada uno tenía su lugar y su código impuesto sin que pudiera decidir nada, allá abundaban, por floración espontánea, catedráticos de tertulia formados en la lectura de los tres periódicos que se recibían en el bar, la cafetería o el casino. La vida provinciana discurría lenta mientras los parroquianos se maceraban tarde tras tarde en brandi, chatos de vino y algún cubata.
El escape era Inglaterra (más tarde lo fue Estados Unidos) y su explosión colorida. El grito soez del punk me despertó. Nunca fui punk, pero al menos sí que pude contemplar que entre la propiedad y el tono mesurado y voz casi inaudible propia de aquellos castellanos y el comportamiento chirriante de los jóvenes londinenses, estos ganaban en mi corazón. Otra cosa fue la adaptación del punk en España. Nunca fue lo mismo ser punk nacido en el extrarradio madrileño que punk de Villacabras del Hontanar. Y a los madrileños se les notaba, a pesar de todo, demasiado el pelo de la dehesa.
De aquellos años de mi temprana educación (los cursis hablarán de educación sentimental) me queda el aburrimiento indescriptible de la vida provinciana y su vida de bares, tascas y conversación con voz engolada que proviniera de un cuero de vaca inflado, la impaciencia por aquellos que quieren saber todo de ti y por el aldeanismo de quien no te saluda por no ser de los de toda la vida de la ciudad, y una inconmensurable necesidad de pasar desapercibido para así no caer en las redes de la pequeñez provinciana que los caciquillos múltiples van cosiendo. También me queda el ejemplo de la vida cerrada y minúscula que tantos ven en el Medio Oeste estadounidense pero son incapaces de observar en su ciudad.
Todo esto viene a cuento de la muerte de Miguel Delibes y las reacciones posteriores. Hay quien ha dicho una verdad como la copa de un pino (admitida por el propio Delibes) y que se han encontrado con el enfado de los provincianos ignorantes que son incapaces de comprender un texto. Eduardo Jordà ha publicado un artículo en que viene a decir que el mundo que Delibes describe en sus novelas desapareció ya hace tiempo. Tan es así, y tan convencido estaba el novelista de ello, que los artículos que escribía en el suplemento dominical de El Norte de Castilla eran la crónica personal de un mundo que iba desapareciendo (como, por otro lado, ocurre con todos: lo moderno y nuevo de hoy será ruina y pasto del olvido, con tanta frecuencia clemente y conmiserativo, pasado mañana.) Nadie ordeña ya a mano las vacas y muy pocos pastores aún son trashumantes. (Una de las imágenes más poderosas de mi infancia es aquella en que desde la terraza veíamos a los pastores con sus interminables rebaños de ovejas, cabras y vacas acompañados de sus mastines. Siempre abandonaban algún cachorro que alguno de mis amigos acogía en su casa previo proceso de convencimiento a padre y madre.) Al fin y al cabo, Fermín Herrero, poeta y castellano, va escribiendo también de la pérdida de aquel mundo rural de su infancia. Otra cosa es que a algunos les resulte duro aceptar el fin de un mundo que ni siquiera han conocido, porque muchos de los lectores que Delibes pueda tener ni saben del vuelo de la torcaz ni de cuándo los cabritos están para destetarlos, o cómo buscar lebratos. Mucho menos conocen la vida de las mujeres que iban a los lavaderos públicos en pleno invierno castellano a lavar la ropa de la familia, o hervían la leche recién ordeñada para separar el líquido de la nata con la que hacer bizcochos.
Pero es el pasado idílico ya desvanecido el que nos conforta en este tiempo de comunicaciones telemáticas instantáneas, bitácoras y realidad ya casi exclusivamente digital. Al fin, el espíritu conservador permanece entre nosotros, que no queremos perderlo.

La irrelevancia del artista

Sobre el tema ya he escrito en otras ocasiones. Supongo que la única razón es que me interesa mucho, casi hasta la obsesión, y que necesito escribir sobre ello para mostrar todas las caras del asunto o para encontrar alguna respuesta, que dudo que la tenga porque en el fondo no planteo nada. Quizás todo se deba a una mera propensión obsesiva de mi carácter, esa misma que me lleva a escuchar durante meses y meses la misma música día tras día o incluso varias veces en el mismo día.
Jorge Luis Borges especuló con su doble en varios cuentos que tenían el hálito de la pesadilla, y Fernando Pessoa dejó que asomaran otras voces que lo habitaban. Todas eran igual de reales; todas, igual de importantes. Ninguna fue una impostación de una idea o un sentimiento. Pessoa era él y todos ellos. Borges no fue solo él, lo acompañaban un puñado de autores muy queridos. En cierto modo, los dos lucharon para romper el mito romántico del artista. El romanticismo, que tantas cosas buenas nos ha dado, nos legó la figura del artista como una esencia que, en su desarrollo degenerativo, conduce al artista que supura egoísmo y obliga, porque lo pide, a que le rinda culto. Es cierto que la relación cultual no se asemeja a la de las religiones, pero a veces la relación que establece con el público, los lectores o los espectadores adquiere grados de servidumbre bastante levados. El artista como ególatra alrededor de quien el mundo gira guste o no guste.
Para contrarrestar esta anomalía, no me canso de apuntar que no hay artistas sino obras artísticas, que el exceso expresivo que el artista significa deja de tener sentido si no hay obras que merezcan la pena, y que deberíamos cambiar el estudio de la historia del arte, (que termina centrándose en las personas) por un estudio de las obras artísticas, estudio que sería crítico y poco sumiso. No hay escritores sino voces que modulan temas y recogen influencias, al igual que no hay pintores sino trazos u pigmentos, o volúmenes y vacíos en el caso de la escultura.
Les disgusta, he visto cómo muchos torcían el gesto, cuando les recordaba que antes de ellos ya habían estado otros. Esos que habían explorado nuevos territorios, que habían abierto nuevas posibilidades, que el artista no es un ser necesitado de expresión artística o urgido a ella, sino quien recoge las voces del pasado y las vuelve a modular después de haberlas escuchado con atención. El artista no es original, simplemente se dedica a recorrer caminos a trazados y a intentar abrir alguna pequeña senda mediante la cartografía que otros trazaron para uso comunitario.
No exagero al afirmar que el artista es una de las mayores imposturas que inventaron los románticos y que lo mejor que podríamos hacer es olvidarnos de ella como nos olvidamos de lo que estorba, porque, en el fondo, lo único que ha logrado la figura del artista es estorbar y confundir. El énfasis puesto en la expresión ha hecho que muchos olvidaran la necesidad de aprendizaje y reflexión estética. Y en su último desarrollo degenerativo, la expresión artística de la fuerte personalidad del artista ha desembocado en la moda, la de las pasarelas y la del barrio.