El cuadernillo, decía, las hojas impresas, las palabras, las fotos de quienes son artistas pero no están acostumbrados a la vida glamurosa y se les nota en el descuido al vestir porque saben y defienden que lo importante no es la imagen sino la música. Son muchas horas las dedicadas al ensayo, a la discusión de cómo interpretar la partitura, muchas horas ganadas en lograr la evanescente perfección que solo unos pocos apreciarán y agradecerán. No es el trabajo bien hecho lo que hoy en día valoramos. Todo es arte y todos somos artistas, nos repiten entusiasmados, engañando a muchos, vendiéndoles morralla al precio de diamantes.
Supongo que alguien conocerá las circunstancias en que Webern compuso ese movimiento y otros cuartetos de cuerda. No fueron años fáciles pero fueron excitantes para quien supiera estimarlos. La mayoría los vivió ahogada por el ambiente provinciano de sus ciudades y solo unos pocos visionarios lograron percatarse de los brotes siniestros que iban dando las semillas plantadas años atrás. Entre ellos Sigmund Freud, pero también algunos novelistas y pintores austriacos. En el auge del Imperio austrohúngaro comenzó a aparecer la podredumbre, aunque no fuera perceptible en aquel entonces. La música dejaba escapar melodías que ya no lo eran, distorsiones que querían señalar la sombra ominosa que flotaba en el horizonte. Nadie lo vio, al igual que nadie vio las nubes que a partir de 1929 se condensaron.
Nadie ve nada porque no es agradable la vista. Hay los ojeadores profesionales que se gozan anunciando y señalando catástrofes. Carecen del arte que alumbró a Juan el Evangelista y yerran siempre. Hay quien, en su callada labor, cual entomólogo, describe las señales que aparecen y su estancia demorada y parasitaria. Pero a estos no los lee casi nadie.