He visitado maravillosas librerías de segunda mano, atestadas de libros, libros en las estanterías, en el suelo formando un rimero que se alargaba de un extremo a otro del pasillo, pasaba a la habitación siguiente y allí continuaba hasta la otra. Eran montones de no menos de siete pisos, inestables, que atesoraban la Eneida, el Paraíso perdido y novelas del oeste firmadas con seudónimo. Las estanterías flanqueban los dinteles y las ventanas, cuando las había.
He paseado por pasillos estrechos porque las estanterías apenas dejaban espacio libre, y he saltado pilas de libros colocadas en medio de los pasillos y de las habitaciones. He sentido el calor de su presencia. Los libros, hay gente que lo ignora, son cálidos, quizás no lo sean todos para todos, pero siempre hay varios libros que te ofrecen un refugio, un descanso, un momento de cálido sosiego.
Recuerdo el invierno en que solía subir varios pisos de un inmueble viejo, con escaleras de madera que ya estaban combadas, hasta entrar en una casa que era sobre todo un inmenso pasillo que se abría a varias alcobas donde las viejas estanterías de madera soportaban el peso de varios millares de libros. Allí encontré una maravillosa edición en pasta dura de la obra casi completa de Joseph Conrad. Estaba escondida en unas escaleras cubiertas con moqueta, o varios volúmenes de los cuentos de Henry James en la edición que Leon Edel preparó, colocados en orden bajo un retrato extraordinario del autor.
En el sótano de otra librería – esta vez era una casa enorme la que servía de tienda – entre las paredes y las estanterías pintadas de blanco, sin ruido alguno que llegase allá – me pasé una hora larga hojeando novelillas de ficción científica, del oeste, de terror; las cubiertas roídas, los lomos ilegibles; a muchas de ellas las cubría una peliculilla grasienta. Estaba solo perdido en alguna de todas aquellas habitaciones de techo bajo que formaban el sótano. Creo que ha sido la única vez que he salido de una librería sin comprar un libro.
Ha habido más, de muchas no recuerdo el nombre. Otras no se me olvidarán: beat bookshop, Aeon Books, Red Books, … Algunas siguen, otras han quebrado o han cambiado de lugar. Han ido dando libros que han acabado quién sabe dónde: lo mismo en Nueva York, que en Melbourne, o en Cambridge o Bath, en Valladolid o en Madrid, o en Buenos Aires, en algún pueblo perdido en las Tierras Altas de Escocia o de Soria, cerca del desierto de Mojave o en alguna casa aislada de Islandia o de Noruega. Nada de eso improta ahora. Allí están y alguien podrá leerlos una vez más.