Circulan por internet unas anotaciones de Jim Jarmusch acerca de la originalidad. Jarmusch viene a decirnos que nada hay nuevo, que todo está ya inventado. Se refiere, es obvio, al terreno del arte. Nunca encontraremos un principio absoluto en el arte mal que nos pese.
Algunos interesados concluyen que, puesto que la originalidad absoluta no existe, el autor tampoco. Viene a ser lo mismo firmar con el nombre propio que con el apelativo, tan de moda ahora, de anónimo. Ante este razonamiento, no sé si ignoran mucho o se esfuerzan poco. Que no hay nada totalmente nuevo ya lo sabemos. Toda la filosofía deconstructiva tiene su base en esto, y a pesar de ello, es la filosofía más original surgida en las últimas décadas. Por otro lado, la misma deconstrucción admite que hay un resto, el suplemento, que es propio de cada autor y que es irreductible. Lo que viene a significar que sí que hay algo propio en cada obra de arte. De igual modo, Immanuel Kant y G.W.F. Hegel echaron mano de la filosofía anterior para superarla. Friedrich Nietzsche, por su parte, para bombardearla desde dentro. No creo que andie se atreva a decir que no fueron originales, que no imprimieron un rumbo nuevo a la filosofía. ¿Serían lo mismo la Crítica de la razón pura, la Fenomenología del espíritu o Más allá del bien y del mal si estuvieran firmadas como obras anónimas? Albergo la impresión honda de que sí que la habría.
Pensemos en la pintura. Podemos ver una continuidad, y superación, de temas, motivos o estilos entre, por ejemplo, los florentinos y venecianos del Renacimiento, Velázquez, El Greco, Francisco Goya y Pablo Picasso, por poner un ejemplo, o entre Goya, Picasso, y Antonio Saura, y aun así, con haber esa comunidad artística, cada uno aporta algo. Ese algo es lo singularmente artístico de cada uno, lo irreductible, lo que obliga a tener en cuenta sus nombres, que son la representación de la innegable diferencia respecto a los demás.
Wallace Stevens lo señaló en el ensayo “La figura del joven como poeta viril”. Advierte allí que el proceso creativo no depende tanto de la imaginación como de la personalidad del poeta – el creador en términos más generales. Este posee una personalidad que le permite transformar lo ya conocido en algo nuevo, aunque el rastro de lo anterior permanezca y el creador no tenga problema alguno en mostrarlo. Muy diferente es, en cambio, el plagio. Frente a la influencia, el creador reacciona con la ansiedad de quien necesita y se propone superar el modelo; frente al plagio, el creador mantiene una relación e culpabilidad y de hostilidad hacia el modelo. Así se comportó Poe con los varios escritores a quienes plagió., y entre quienes destaca Charles Dickens. Esto no lo suelen señalar los críticos (aunque, claro, como siempre, hay excepciones). La tormentosa relación que mantiene con Dickens, de la inicial adoración al desprecio último, solo se entiende cuando se sabe que Poe, acuciado por la idea de la esterilidad imaginativa de América, acude a autores europeos en busca de un empuje, y queen el caso de Dickens se convierte en una mejor o peor disimulada copia.
A estas alturas deja de ser un problema derivado de los derechos de autor y del uso libre de las llamadas creaciones culturales o artísticas. Ni mucho menos alcanza el estatuto de problema estético o filosófico. De eso ya se encargaron Roland Barthes y Michel Foucault entre otros, y con conclusiones muy otras a las que ahora nos vienen contando. Otro es el problema: el de la personalidad y la capacidad que algunas personas poseen para ver el mundo desde un rincón personal y solo suyo, y dejarnos testimonio de ello, un rastro o una huella que es única e inconfundible, que ha asimilado lo mejor del pasado y es capaz de lanzarse hacia el futuro abriendo perspectivas desconocidas hasta entonces. Lo hacen además con alegría y jovialidad porque en toda obra de arte hay un fermento jovial que nos anima a proseguir en el vértigo del mundo. Esto, respecto a Robert Louis Stevenson, nos lo enseñó o nos lo recordó Fernando Savater.
T.S. Eliot, ese terrible reaccionario antirromántico, recordaba en “Tradición y el talento individual” que cada nuevo poeta ha de estudiar a los grandes escritores del pasado y asimilarlo si quiere aportar algo nuevo. Eliot, ya lo he señalado, renegaba del romanticismo literario; aun así, esta vez recurrió a Percy Bysshe Shelley, quien ya había dejado escrita en Defensa de la poesía la misma idea. Aunque no venga al caso no está de más recordar que en su madurez Eliot fue capaz de reconocer que durante el Romanticismo, la lírica inglesa había descollado. Más tarde José Ángel Valente nos lo volvió a recordar cuando apuntó que cuanto mayor sea el acarreo de materiales, mayor es el poeta.
Grandeza y singularidad se enfrentan a la pequeñez de lo mediocre e indistinto. La jovialidad avanza contra el resentimiento, y la individualidad creadora contra la masa que copia.