Analítica de la subjetividad colectiva

Lo que hay es mucha institutriz, pero poco profesor.

Actualización (9:57 de la mañana)

Como alguien me dijo: «Supongo que lo quieren como una especie de atracción turística. Y eso es una vergüenza.Un escritor es un escritor, y no una estación de tren o un restaurante típico de cochinillo asado y de postre tocinillos de cielo hechos por la abuelita Facunda.»

Crepúsculo

Hay hechos que son, en un primer momento, un alumbramiento. Parecen contener en ellos el germen de lo nuevo, de la oportunidad que se nos da por primera vez, o incluso por segunda o tercera. Así ocurre, a veces con las parejas que, divorciadas, vuelven a rehacer sus vidas con otras personas. Hay en ellos algo de luminoso que los acompaña durante algún tiempo. También en la ocasión de un nuevo alumbramiento, como el mismo nombre dice inequívocamente, aunque los padres hayan ya cruzado la barrera de la edad convenida o recomendada.

Hay también otros que desprenden luz pero que están teñidos del halo crepuscular que señala el tiempo que se va acabando. Hay grandes obras en la historia que han sido concebidas o ejecutadas cuando ya el tiempo del artista como tal declinaba. Las rodea esa aura blanquecina, desteñida diríamos, que emana de lo que ya ha cruzado más de la mitad de su existencia. La luz, que no tiene por qué dejar de ser cegadora, anuncia, al mismo tiempo, su ocaso. La grandeza deja entrever el final que se acerca irremediable. Algunas de las más grandes obras artísticas tienen esa característica. Otras, empero, van alejándose por el final del pasillo en penumbra conforme el resplandor se va apagando y el sonido queda amortiguado por el ruido de pisadas lejanas que no logramos ver.

Negación de la originalidad artística

Circulan por internet unas anotaciones de Jim Jarmusch acerca de la originalidad. Jarmusch viene a decirnos que nada hay nuevo, que todo está ya inventado. Se refiere, es obvio, al terreno del arte. Nunca encontraremos un principio absoluto  en el arte mal que nos pese.

Algunos interesados concluyen que, puesto que la originalidad absoluta no existe, el autor tampoco. Viene a ser lo mismo firmar con el nombre propio que con el apelativo, tan de moda ahora, de anónimo. Ante este razonamiento, no sé si ignoran mucho o se esfuerzan poco. Que no hay nada totalmente nuevo ya lo sabemos. Toda la filosofía deconstructiva tiene su base en esto, y a pesar de ello, es la filosofía más original surgida en las últimas décadas. Por otro lado, la misma deconstrucción admite que hay un resto, el suplemento, que es propio de cada autor y que es irreductible. Lo que viene a significar que sí que hay algo propio en cada obra de arte. De igual modo, Immanuel Kant y G.W.F. Hegel echaron mano de la filosofía anterior para superarla. Friedrich Nietzsche, por su parte, para bombardearla desde dentro. No creo que andie se atreva a decir que no fueron originales, que no imprimieron un rumbo nuevo a la filosofía. ¿Serían lo mismo la Crítica de la razón pura, la Fenomenología del espíritu o Más allá del bien y del mal si estuvieran firmadas como obras anónimas? Albergo la impresión honda de que sí que la habría.

Pensemos en la pintura. Podemos ver una continuidad, y superación, de temas, motivos o estilos entre, por ejemplo, los florentinos y venecianos del Renacimiento, Velázquez, El Greco, Francisco Goya y Pablo Picasso, por poner un ejemplo, o entre Goya, Picasso, y Antonio Saura, y aun así, con haber esa comunidad artística, cada uno aporta algo. Ese algo es lo singularmente artístico de cada uno, lo irreductible, lo que obliga a tener en cuenta sus nombres, que son la representación de la innegable diferencia respecto a los demás.

Wallace Stevens lo señaló en el ensayo “La figura del joven como poeta viril”. Advierte allí que el proceso creativo no depende tanto de la imaginación como de la personalidad del poeta – el creador en términos más generales. Este posee una personalidad que le permite transformar lo ya conocido en algo nuevo, aunque el rastro de lo anterior permanezca y el creador no tenga problema alguno en mostrarlo. Muy diferente es, en cambio, el plagio. Frente a la influencia, el creador reacciona con la ansiedad de quien necesita y se propone superar el modelo; frente al plagio, el creador mantiene una relación e culpabilidad y de hostilidad hacia el modelo. Así se comportó Poe con los varios escritores a quienes plagió., y entre quienes destaca Charles Dickens. Esto no lo suelen señalar los críticos (aunque, claro, como siempre, hay excepciones). La tormentosa relación que mantiene con Dickens, de la inicial adoración al desprecio último, solo se entiende cuando se sabe que Poe, acuciado por la idea de la esterilidad imaginativa de América, acude a autores europeos en busca de un empuje, y queen el caso de Dickens se convierte en una mejor o peor disimulada copia.

A estas alturas deja de ser un problema derivado de los derechos de autor y del uso libre de las llamadas creaciones culturales o artísticas. Ni mucho menos alcanza el estatuto de problema estético o filosófico. De eso ya se encargaron Roland Barthes y Michel Foucault entre otros, y con conclusiones muy otras a las que ahora nos vienen contando. Otro es el problema: el de la personalidad y la capacidad que algunas personas poseen para ver el mundo desde un rincón personal y solo suyo, y dejarnos testimonio de ello, un rastro o una huella que es única e inconfundible, que ha asimilado lo mejor del pasado y es capaz de lanzarse hacia el futuro abriendo perspectivas desconocidas hasta entonces. Lo hacen además con alegría y jovialidad porque en toda obra de arte hay un fermento jovial que nos anima a proseguir en el vértigo del mundo. Esto, respecto a Robert Louis Stevenson, nos lo enseñó o nos lo recordó Fernando Savater.

T.S. Eliot, ese terrible reaccionario antirromántico, recordaba en “Tradición y el talento individual” que cada nuevo poeta ha de estudiar a los grandes escritores del pasado y asimilarlo si quiere aportar algo nuevo. Eliot, ya lo he señalado, renegaba del romanticismo literario; aun así, esta vez recurrió a Percy Bysshe Shelley, quien ya había dejado escrita en Defensa de la poesía la misma idea. Aunque no venga al caso no está de más recordar que en su madurez Eliot fue capaz de reconocer que durante el Romanticismo, la lírica inglesa había descollado. Más tarde José Ángel Valente nos lo volvió a recordar cuando apuntó que cuanto mayor sea el acarreo de materiales, mayor es el poeta.

Grandeza y singularidad se enfrentan a la pequeñez de lo mediocre e indistinto. La jovialidad avanza  contra el resentimiento, y la individualidad creadora contra la masa que copia.

La belleza obscena

La mañana parece estancada o prendida a los infinitos hilos de neblina que ocultan la ciudad. Afuera hace frío, lo sé; siempre hace frío en mañana así. En el reducido espacio de mi estudio la tibieza del radiador se extiende en suaves oleadas. Durante un rato observo los libros y me doy cuenta, acaso por primera vez, de la exacta geometría que los constituye.

El perímetro interior de la biblioteca se ha ido convirtiendo en un mural de formas paralelepípedas, en algo más cercano a un cuadro cubista que a una habitación habitada. El saber, los mundos ficticios, las reproducciones artísticas, todo está regulado por el exacto número de líneas que caben en cada página, por los centímetros que componen el área de cada lámina y de cada cubierta y portada. Puede que nunca contenga la biblioteca todo el saber, todos los libros escritos y lo que aún se han de escribir, lo dicho y lo pensado, lo musitado y lo negado, como soñó Jorge Luis Borges, o acaso él se refiriera a una teoría filosófica y su contraria, un axioma matemático y el que lo refuta. Tampoco albergará el elenco completo de personajes literarios, ni todos los escenarios, y mucho menos todas las tramas posibles, y aun las imposibles. Eso sí, todo lo que haya estará regido por las estrictas normas que marca la geometría.

Me doy cuenta ahora de la enorme distancia que lo separa de la vida. Aquí no hay formas proporcionales, ni reglas establecidas, ni líneas que apuntan a un fin último. No existe la certeza matemática ni la regla de la perspectiva. Todo puede ser posible e imposible, contradictorio incluso hasta un límite que no se dará nunca en las creaciones humanas. ¿Importa eso verdaderamente?  ¿Importa que en el mundo predomine el caos y la confusión?, ¿los trazados curvos, las revueltas y las indecisiones?

No, no creo que importe porque forma parte de su riqueza. Tampoco debemos olvidar que es ley natural y nada podemos hacer por cambiarla. El Arte, o sería mejor decir, ciertas exploraciones artísticas se han acercado a esa vida caótica, incomprensible y absurda. Un arte que se complace en registrar los mínimos detalles, las zonas oscuras, el paso del tiempo. Un arte, a su vez, que es desmitificador, y para el que las áureas reglas de la proporción carecen de sentido y de justificación histórica. Un arte que es el resultado de experiencias históricas que le han ido abriendo algunas puertas y cerrando otras para siempre.

Me sorprende aún cada día, a pesar del tiempo transcurrido y del tiempo dedicado a reflexionar sobre ello, que el arte se interese por lo deforme, por lo obsceno, por lo repulsivo. Es como si las líneas que la Estética romántica rechazó, hayan terminado por emerger dos siglos más tarde para terminar confundiéndose con aquello que lo negaba y que intentaba neutralizarlo u ocultarlo. El arte, los artistas, la sociedad, han decidido sustituir lo sublime por lo obsceno, su reverso simétrico. En poco menos de dos siglos hemos pasado de la belleza sublime al horror sublime como si todo aquello que nos prohibimos haya terminado por explotar y ahora nos complazcamos en la desagradable belleza que se esconde en lo deforme, lo horroroso, lo repugnante y lo abyecto.

(escrito el 15/01/ 2004)

El rastro volátil (A propósito de la obra de Casilda García Archilla)

Hay en las obras de Casilda García Archilla una reducción del signo artístico a su mínima expresión. Junto a ella, una expansión de las posibilidades del arte. Reducción y expansión son posibles gracias a la labor denodada de búsqueda de nuevas formas y vías expresivas.  Es cierto que hoy en día, ya entrado el siglo XXI, tras el auge y el colapso de las vanguardias históricas y de otros movimientos, puede parecer a algunos que no hay ya búsqueda alguna. En su derecho están de pensar así. Olvidan que la expresión personal siempre lo es; todo lo demás es simple copia.

Casilda va encontrando nuevas formas expresivas conforme busca nuevos materiales. Pocas veces alguien ha pensado en utilizar tripa de cerdo y algodón, como tampoco es muy común saber ver en hojas secas, pelusas o ramitas lo artístico.

Lo que uno percibe de inmediato en cuanto ve cualquiera de sus obras es la ligereza, la delicadeza de la existencia y de una sensibilidad artística encarnada en un objeto que a veces ha sido tratado ligeramente pero con mucho criterio  para lograr que represente un estado de ánimo, un momento de la vida o un sueño que de frágil puede desvanecerse con el temblor mínimo de una mano. Son estas obras las que van reduciendo el signo a su esencia.

Una hoja caída, poco a poco desecada y despojada de la poca carne inerte que aún permanecía; una hoja que es ya solo nervios y restos, enmarcada y reflejada en un cristal, o una pelusilla guardada dentro de una vitrina para que el poco viento que la pueda alcanzar no la desperdigue por la habitación. También trabaja con sedas a las que va despojando de sus hebras hasta que quedan las esenciales, aquellas que señalan el resto de lo que fue y apuntan al misterio de un significado siempre elusivo, o con fibras de papel entintado.

Las fibras, los nervios, lo que compone la línea central, el mínimo y casi inexistente cuerpo del objeto, la alusión a un momento de la vida que ya ha desaparecido. La naturaleza, muerta o moribunda, pero de la que logra detener un momento. Las fibras y los nervios, también, como escritura, de la vida o de la naturaleza, reflejo del mundo caótico. En algunas obras de Casilda el dibujo se va haciendo cada vez más sutil y profundo hasta llegar a ser líneas sueltas que van dejando el rastro de algo escrito, que a su vez también va disolviéndose, perdiéndose por el espacio cada vez mayor de la página. El signo artístico se reduce a su mínima expresión y se carga de sentidos antes no intuidos. El trazo señala y se desvanece al igual que la hoja cae y se pierde.

Si alguien quiere saber más, puede dirigirse a su blog Sociedad de diletantes